Abuelita




Yo crecí en una casa muy grande. Tal vez no era grande, sino que yo era muy pequeña. En sus enormes pasillos podía jugar a las escondidas con todas mis amigas. Venían los sábados, a veces luego de almorzar, otras en la mañana, pero se marchaban antes de las 6. Les aterraba la oscuridad de la sala, decían que mi casa estaba embrujada, que allí vivía una vieja loca que hervía a los niños en su caldero para hacer sopa. Sopa de niños.

Yo me reía, pero en silencio. Porque la loca era mi abuela. Mis padres y yo nos mudamos de la ciudad a su enorme casa de campo para cuidarla. No tenía a nadie más y estaba muy enferma. No estaba loca, simplemente le gustaban los gatos. Vivía con treinta y cinco gatos, todos mimados con dedicación. Cuando llegamos eran cincuenta y tres, y se habían apoderado de toda la casa. Papá la convenció de que se deshiciera de algunos, sobre todo de los sarnosos y enfermos, y que los confinara al piso superior. Los había de toda clase, incluso algunos muy bonitos y esponjados, como Peluche, mi favorito.

No podíamos hablar de la abuela con los vecinos, era una regla familiar. Siempre me pregunté porqué, si conmigo era muy buena. Salvo por su olor felino, sus abrazos eran cálidos y su sonrisa sincera. Además, no se veía muy enferma. Algunas veces venía el médico y subía a examinarla, pero bajaba de buen humor, como si fuera cosa de rutina.

No almorzaba con nosotros, así que luego de comer iba a su cuarto y le contaba mi día. Su habitación me daba tristeza. Sólo había un colchón en un piso sin muebles. Su menaje era una escudilla de madera, sin cubiertos. Lo único que me alegraba era que cuando me despedía me obsequiaba un caramelo en barrita, primorosamente envuelto en una servilleta con mensajes bonitos, como: te quiero mucho, pórtate bien, obedece a tus padres, etc.

A pesar de que me causaban risa los comentarios despistados de mis amigas, en cierta forma la casa me intimidaba. Era lúgubre y antigua, y en las noches oía el cujido de los maderos en mi habitación. La sombra de los árboles en mi ventana a veces tomaban formas siniestras, como si algún demonio lejano me observara desde fuera.

Además, siempre nos han pasado cosas extrañas: objetos que se pierden o cambian de lugar, gemidos agudos en la madrugada, voces inubicables, en fin. Pero cuando una se acostumbra a convivir con lo sobrenatural, no es tan malo. Sin embargo, el día en que se llevaron a mi abuela fue el más extraño de todos. Yo estaba conversando con ella cuando tuve ganas de orinar. Como estaba embobada con la charla, me aguanté hasta el límite, luego le pedí que me prestara su baño. Era un baño enorme que solo ella utilizaba, pero era una emergencia. Fui tan apurada que ni siquiera me detuve a encender la luz. Me senté. De pronto y sin ninguna razón la puerta se cerró de manera violenta, como si alguien me estuviera gastando una broma. La abuela no podía ser, pues apenas caminaba y lo hacía con mucho ruido. Me quedé completamente a oscuras. Luego empecé a oir voces. Voces de niños. Dos voces de niños que jugaban a esconderse. Sentía como si dieran vueltas alrededor de mí, uno tratando de alcanzar al otro. Con las piernas trémulas corrí a encender la luz. No había nadie.

Ese día vinieron unos señores uniformados y se la llevaron. Mamá me ordenó que no saliera de mi cuarto, pero podía escuchar las súplicas de mi abuela para que no la sacaran de su casa. Nada pudo hacer. Los gatos maullaron toda la noche, quizá temiendo su futuro incierto.

Al día siguiente papá me contó la verdad: la abuela había hecho cosas terribles y tenía que recibir su castigo. Solamente la estaban escondiendo hasta que se recupere. Mis amigas siempre tuvieron razón: había matado a seis niños hace unos diez años, hervido sus cuerpos y preparado distintos platos con ellos. La policía se llevó los gatos y revolvieron la casa en busca de pruebas adicionales. Descubrieron los cuerpos de cuatro niños más bajo los tablones del piso. Solo así se explicaba el hecho de que haya mantenido a cincuenta y tres gatos con su pensión de viudez. Los atrapaba de la misma manera: invitaba a uno de ellos a que traiga a sus amigos para jugar a las escondidas, al llegar les ofrecía leche y galletas. El juego comenzaba y todos tenían oportunidad de salvarse, menos aquel que escogiera su baño como escondite. Cuando el pobre entraba en él pensando haber hallado un refugio seguro, la abuela cerraba la puerta y lo ahogaba en la tina con sus propias manos.

Hoy tengo sentimientos encontrados hacia ella. Me resisto a creer que la señora de la que hablan en los diarios con tanto detalle sea la misma que me daba un beso cada tarde. Todavía la extraño, y hasta le podría perdonar todas las cosas terribles que hizo.

Lo que nunca nunca le podré perdonar aunque me cueste el paraíso, es que me haya dado caramelos de grasa humana.