Aborto y condena (Final)




Sábado 15 Mayo, 6 am.


La mañana nos encontró recostados en la cama, uno lejos del otro. Ella dormía. Yo contaba los paneles del techo una y otra vez. Cada tanto me acercaba a comprobar su respiración y temperatura. Suena estúpido, pero tenía miedo de dormirme y despertar hallándola muerta.

A las diez abrió los ojos, pero no podía moverse, toser o estornudar. Le era doloroso ir al baño, a pesar de que casi la llevaba cargando. Permanecimos sin hablar el resto de la mañana. A veces volteaba a mirarla y la encontraba con gesto perdido. Entonces le preguntaba nuevamente si se sentía bien. No respondía. Sólo acercaba su cabeza y la recostaba en mi pecho.

Pese a estar habituado a predecir sus gestos y emociones, aquella mañana sus ojos grises se me hicieron indescifrables.

-Tengo hambre- dijo casi al mediodía.

-¿Qué quieres comer?-pregunté.

-Pollo a la brasa.

-No puedes comer grasa, recuerda que…

-Entonces tú ve lo que traes, pero trae algo.

Me puse el pantalón y salí. Al regresar dispuse todo y luego la ayudé a sentarse a la mesa, donde le esperaba un cuarto de pollo con papas, sin ají.

-¿Crees que haya sufrido mucho? – preguntó.

-No.

-Yo creo que sí.

Se quedó mirando el tenedor trincado en un pedazo de muslo.

- Quiero ponerle un nombre-dijo sin mover una pestaña.

-Pamela…

-Es nuestro hijo ¿Qué nombre le pondrías si hubiera sido mujer?

Me clavó los ojos como si me fuera a devorar de un bocado.

-Pamela-dije.

- Ah, no me gusta. Si hubiera sido varón se hubiera llamado… Diego.

-Pamela ya basta. Ni siquiera sabes si ha sido un éxito. Tenemos que esperar a que cese el sangrado para que te hagas una nueva ecografía.

-No sé si lo llamaría un éxito, como dices, pero lo cierto es que ya no estoy embarazada. Las náuseas y antojos se fueron, y mi vientre ya no está durito. Lo sé porque durante nueve semanas el olor del pollo a la brasa me provocaba vómitos…

-Pero de todas maneras hay que ser precavidos. Todavía tienes un poco de fiebre.
Parecía no escucharme.

-Además-dijo- aquí está la prueba.

Me enseñó un vaso con agua, dentro había un coágulo de más o menos tres centímetros de diámetro.

-Míralo bien de este lado ¿no ves su manito? Mira esas líneas, son sus deditos.

Yo no veía nada, solo bloques oscuros de sangre espesa. Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar el tono tranquilo de su voz.

-Bota eso ya. ¿Estás loca? Es solo un coágulo.

-Es tu hijo, huevón- dijo como si quisiera arrojarme el vaso en la cara.

Me quedé observándola sin decir nada. Una vieja sensación me sobrecogió al notar en su rostro que aguardaba una señal para desbocarse. Conocía muy bien el preámbulo, por lo que permanecí impasible. Luego de un momento me levanté en busca de servilletas. Cuando regresé puso sus brazos en mi espalda y su mejilla en mi pecho.

-No me dejes. Te necesito.

Su frente ardía. Comenzó a llorar incansable. Me pareció que empezaba a delirar. Suavemente la conduje a la cama y la arropé. Permanecí a su lado viéndola dormir hasta que su temperatura se estabilizó. Un par de horas después abrió los ojos.

-Tengo que irme-dije. En casa no saben nada de mí desde ayer en la mañana. Estarán preocupados.

-No. No me dejes.

-Vuelvo a las tres.

-Mentira. Si te vas ya no vas a regresar. Ya conseguiste lo que querías.

-Yo no te obligué - le respondí exaltado- Nunca tuviste voluntad para nada, salvo para aferrarte a mí. En las decisiones importantes siempre esperabas que yo decida por ambos. Esta no fue la excepción. Sabías en el fondo que no podrías con el bebé, pero buscabas un chivo expiatorio para cargar con tus culpas morales y religiosas. ¿Y quién mejor que un miserable, mezquino, insensible y ateo como yo para ayudarte con lo que decidiste dándole la apariencia de una coacción?

De un salto se incorporó y haciendo una mueca de dolor me abrazó nuevamente.

-Esto nos unirá más ¿verdad? Todo lo que hemos pasado… no se compara con lo de anoche ¿verdad? Ahora compartimos un secreto más grande que nosotros.

Espera una respuesta con el alma, pero yo la miro con infinita paciencia; como entonces y como ahora, cuando me cuenta que, por las noches, cuando duerme sola y se despierta sudorosa por alguna pesadilla que no puede recordar, nota un resplandor que proviene del baño, luego ve a un niño salir de él, desnudo y con la piel muy blanca; un niño hermoso, que llorando le dice “Estoy buscando a mi mamá ¿la has visto?” y se frota los ojos con breves y ahogados suspiros, y vuelve a meterse al baño, desapareciendo con el resplandor, como si el baño ocultara el pasaje a un amplio jardín. A veces ella simplemente lo mira, otras veces corre para abrazarlo, pero antes de poder hacerlo huye a refugiarse en ese jardín, el de los sueños truncos, el de las almas perdidas, el de los errores imperdonables, en el que según ella, habitará para siempre nuestro Diego. Me lo cuenta cada noche, y cada noche no dejo de sentir como si tuviera un globo en la garganta.

-Sí –le respondo al fin- Estamos más unidos que nunca.

Aborto y condena (6ta. Parte)



Viernes 14 de Mayo, alrededor de las 2 am.

A la una de la mañana con cuarenta minutos se tomó las dos primeras pastillas. No se las tragó, sino que, haciendo caso a los consejos de W.O.W. dejó que se disolvieran en su boca por treinta minutos. Le tomó menos que eso. Me dijo que tenían una consistencia arenosa que raspaba su garganta. No la escuché muy en serio porque a veces exagera, pero cuando me tocó introducir las tres restantes en su vagina comprobé que tenía razón.

No era mi intención participar en el proceso, pues tengo entendido que la propia mujer puede introducírselas sin ayuda, pero la idea de pareja que Pamela tiene es la de dos personas haciendo todo juntos, desde las visitas al sanitario y la ducha, hasta la inscripción y matrícula en la universidad. Para ella, su aborto debía ser como el que presenció en sus padres: mamá acostada en la cama y papá metiéndose entre sus piernas con las pastillas en la mano. Desafortunadamente no recuerda más detalles porque solo tenía diez años. En el fondo quería reivindicar nuestros roles de pareja estable y feliz. Negarme hubiera sido muy arriesgado.

La página web recomendaba humedecerlas. Tomé una pastilla entre mis dedos y la sumergí en un vaso con agua. Casi al instante se deshizo en pequeñas piedrecitas bastante ásperas. Me apuré a introducirlas antes que se deshagan del todo. Ella gritó diciendo que laceraba sus labios menores. Usé los dedos con suavidad, y al sacarlos noté que había un poco de sangre marrón, algo que no nos asustó pues desde el inicio sufría de sangrados breves y oscuros, producto quizá de su poco cuidado. Tomé la segunda pastilla y repetí el procedimiento. Gritó nuevamente diciendo que al disolverse le ardían mucho. Los bordes de su vagina tenían puntos blancos, que eran los restos deshechos de la pastilla anterior. Igual introduje el dedo hasta donde pude y luego me apuré con la última pastilla antes que desaparezca entre mis yemas, tratando de concentrarme a pesar de sus gritos.

Me lavé, me cambié de ropa, me acosté nuevamente a su lado. Hablamos de la universidad, de sus admiradores, de sus primas envidiosas y tías cizañeras. Sé que en el fondo nos moríamos de miedo, y tratábamos de aparentar fortaleza con nuestra trivialidad. Mientras escuchaba sus intentos de explicarme la letra de una canción de Aventura, no podía dejar de pensar que tal vez eran mis últimas horas a su lado; y aunque salgamos airosos, sabía que ya nada será igual; no podré mirarla de la misma manera y me culpará por todo lo malo que le pase en adelante, como siempre lo ha hecho, pero esta vez con un poco más de razón.

-Ya empezó- dijo una hora después, levantándose de golpe y poniéndose de rodillas, con las manos sobre la cama.

- ¿Tan rápido?

Se apresuró a mostrármelo.

-Fue… como un caño. Es bastante.

-¿No sientes dolor?

-Nada.

-Está bien. Es una buena señal.

Se volvió a recostar y continuamos hablando, pero esta vez nuestras frases se perdían en la incertidumbre. Me sentía tranquilo porque el dolor al parecer le era soportable. Un par de veces fue al baño para cambiarse de toalla y desde la cama oía sus gemidos bajitos. Son los coágulos, dijo, cada vez que los expulso, me duelen, pero como la regla. Minutos después comentó que le empezaba a doler la zona lumbar, y cuando retornó a acostarse lo hizo despacito. Yo, como nunca, le tomé de la mano y la ayudé a subir.

Con todas mis fuerzas rogué que eso fuera todo, pero no.

Dos horas después de ingerir la primera pastilla se levantó dando un gemido espantoso. Se puso de rodillas tocándose el vientre en posición fetal. Al tomarla de la mano casi me quiebra los dedos. Su rostro se volvió rojo encendido, enmarcado en lágrimas que brotaban como cascadas a pesar de sus intentos por controlarse. Era una madrugada silenciosa y no queríamos despertar a los vecinos. Comenzó a morder la sábana.

Jamás la había escuchado lanzar tantas imprecaciones. Me sentía inútil, impotente a su sufrimiento. Hubiera querido que me prestara un poco de su dolor para aliviarla. La abracé con fuerza, escarbando en mi memoria las habituales frases de aliento y consuelo que suelen decirse en estos casos, y que me hacían sentir más estúpido, pues me es difícil decirle que todo saldrá bien cuando no tenía ni una puta idea de lo que estábamos haciendo.

¿Quieres ir al hospital? Le espeté la pregunta varias veces, preocupado por la cantidad de sangre y por la fiebre. Ella siempre dijo no, que ya pasará, pero no parecía ser así. Cada veinte minutos sentía que el vientre se le salía del cuerpo, y al final ya no preguntaba: le suplicaba que vayamos a un hospital.

-¿Para qué? ¿Para que todos sepan de lo que hice? ¡No me jodas!- gritaba entre gemidos.