Aborto y condena (6ta. Parte)



Viernes 14 de Mayo, alrededor de las 2 am.

A la una de la mañana con cuarenta minutos se tomó las dos primeras pastillas. No se las tragó, sino que, haciendo caso a los consejos de W.O.W. dejó que se disolvieran en su boca por treinta minutos. Le tomó menos que eso. Me dijo que tenían una consistencia arenosa que raspaba su garganta. No la escuché muy en serio porque a veces exagera, pero cuando me tocó introducir las tres restantes en su vagina comprobé que tenía razón.

No era mi intención participar en el proceso, pues tengo entendido que la propia mujer puede introducírselas sin ayuda, pero la idea de pareja que Pamela tiene es la de dos personas haciendo todo juntos, desde las visitas al sanitario y la ducha, hasta la inscripción y matrícula en la universidad. Para ella, su aborto debía ser como el que presenció en sus padres: mamá acostada en la cama y papá metiéndose entre sus piernas con las pastillas en la mano. Desafortunadamente no recuerda más detalles porque solo tenía diez años. En el fondo quería reivindicar nuestros roles de pareja estable y feliz. Negarme hubiera sido muy arriesgado.

La página web recomendaba humedecerlas. Tomé una pastilla entre mis dedos y la sumergí en un vaso con agua. Casi al instante se deshizo en pequeñas piedrecitas bastante ásperas. Me apuré a introducirlas antes que se deshagan del todo. Ella gritó diciendo que laceraba sus labios menores. Usé los dedos con suavidad, y al sacarlos noté que había un poco de sangre marrón, algo que no nos asustó pues desde el inicio sufría de sangrados breves y oscuros, producto quizá de su poco cuidado. Tomé la segunda pastilla y repetí el procedimiento. Gritó nuevamente diciendo que al disolverse le ardían mucho. Los bordes de su vagina tenían puntos blancos, que eran los restos deshechos de la pastilla anterior. Igual introduje el dedo hasta donde pude y luego me apuré con la última pastilla antes que desaparezca entre mis yemas, tratando de concentrarme a pesar de sus gritos.

Me lavé, me cambié de ropa, me acosté nuevamente a su lado. Hablamos de la universidad, de sus admiradores, de sus primas envidiosas y tías cizañeras. Sé que en el fondo nos moríamos de miedo, y tratábamos de aparentar fortaleza con nuestra trivialidad. Mientras escuchaba sus intentos de explicarme la letra de una canción de Aventura, no podía dejar de pensar que tal vez eran mis últimas horas a su lado; y aunque salgamos airosos, sabía que ya nada será igual; no podré mirarla de la misma manera y me culpará por todo lo malo que le pase en adelante, como siempre lo ha hecho, pero esta vez con un poco más de razón.

-Ya empezó- dijo una hora después, levantándose de golpe y poniéndose de rodillas, con las manos sobre la cama.

- ¿Tan rápido?

Se apresuró a mostrármelo.

-Fue… como un caño. Es bastante.

-¿No sientes dolor?

-Nada.

-Está bien. Es una buena señal.

Se volvió a recostar y continuamos hablando, pero esta vez nuestras frases se perdían en la incertidumbre. Me sentía tranquilo porque el dolor al parecer le era soportable. Un par de veces fue al baño para cambiarse de toalla y desde la cama oía sus gemidos bajitos. Son los coágulos, dijo, cada vez que los expulso, me duelen, pero como la regla. Minutos después comentó que le empezaba a doler la zona lumbar, y cuando retornó a acostarse lo hizo despacito. Yo, como nunca, le tomé de la mano y la ayudé a subir.

Con todas mis fuerzas rogué que eso fuera todo, pero no.

Dos horas después de ingerir la primera pastilla se levantó dando un gemido espantoso. Se puso de rodillas tocándose el vientre en posición fetal. Al tomarla de la mano casi me quiebra los dedos. Su rostro se volvió rojo encendido, enmarcado en lágrimas que brotaban como cascadas a pesar de sus intentos por controlarse. Era una madrugada silenciosa y no queríamos despertar a los vecinos. Comenzó a morder la sábana.

Jamás la había escuchado lanzar tantas imprecaciones. Me sentía inútil, impotente a su sufrimiento. Hubiera querido que me prestara un poco de su dolor para aliviarla. La abracé con fuerza, escarbando en mi memoria las habituales frases de aliento y consuelo que suelen decirse en estos casos, y que me hacían sentir más estúpido, pues me es difícil decirle que todo saldrá bien cuando no tenía ni una puta idea de lo que estábamos haciendo.

¿Quieres ir al hospital? Le espeté la pregunta varias veces, preocupado por la cantidad de sangre y por la fiebre. Ella siempre dijo no, que ya pasará, pero no parecía ser así. Cada veinte minutos sentía que el vientre se le salía del cuerpo, y al final ya no preguntaba: le suplicaba que vayamos a un hospital.

-¿Para qué? ¿Para que todos sepan de lo que hice? ¡No me jodas!- gritaba entre gemidos.