Aborto y condena (5ta. Parte)


Viernes 14 de Mayo, 9 pm.

La receta está lista. Afortunadamente la letra del doctor no era tan penosa. Parecía la de un infante. Solo tuve que poner “MISOPROSTOL (Misoprolen)” en el espacio vacío entre la medicina y su sello. Ahora solo faltaba encontrar una botica más o menos displicente. Ericka nos recomendó una por la avenida Aguirre, pasé con la moto un par de veces antes de dar con ella, en una zona de hospitales y farmacias.

Pamela se bajó y yo esperé afuera. Con antelación habíamos quedado en que si la persona que atendía era mujer, entraría yo, y si era hombre, ella. El dependiente le dijo muy carismático que no tenía Misoprolen, pero si gusta, podía llevarse Citotex, que es lo mismo. Pamela se escandalizó diciendo que a su abuelita no podía darle pastillas para abortar porque tiene úlceras. El dependiente sonrió nuevamente y le explicó lo que Pamela ya sabía, pero igual tuvo que poner cara de niña en salón de clase.

Desafortunadamente somos un par de pelagatos. A duras penas pude reunir ochenta soles, y la cuenta de ambas medicinas (la real y la realizada) era de cien. Tuvimos que renunciar a dos Citotex, llevándonos seis pastillas en vez de ocho.
Cuando salió tuve ganas de abrazarla, al fin su histrionismo estaba dando resultados concretos.

De regreso nos tomó bastante tiempo decidir la dosis. Le recomendé que siguiera los consejos de Women on Waves, una página dedicada a ayudar con información a aquellas mujeres que quieren abortar en países donde es ilegal hacerlo. W.O.W. decía que tres dosis de tres pastillas cada tres horas son suficientes. Nueve en total, todas vía oral. El problema es que sólo teníamos seis pastillas y cero céntimos.

Pamela insistía en abortar como su madre, pues siendo genéticamente similar, quizá tenga mayor éxito: dos orales y tres vaginales, sin intervalos de tiempo ni dosis adicionales. Yo tenía mis dudas, porque si la dosis es muy poca la placenta y el embrión podrían no caerse completamente, lo que derivaría en un aborto incompleto y un posterior y doloroso legrado en un consultorio, dejando de ser un asunto privado. Por otra parte, si la dosis era demasiada podía tener una hemorragia, una infección y un cuadro de anemia que pondría su vida en peligro.

Cerré los ojos y dije que lo haríamos a su modo.

Casi a la medianoche regresamos a su cuarto. Se puso una bata azul y tuvimos mucho sexo violento. Era la primera vez en dos meses, pero fue como si hubieran pasado años. Pamela es la persona más fogosa y sensitiva que conozco. Si de ella dependiera tendríamos sexo con cada comida. Incluso durante la semana deslizó el comentario de que el coito pertinaz era bueno para tener un aborto espontáneo, exigiéndome que lo averiguáramos. Me dice que no le importa si algún día se casa o se enreda con otro: siempre será mi amante y saldrá a buscarme en la noche furtiva. Lo que quiere decir que tampoco importa si algún día encuentro la felicidad con alguien más. A veces habla con tanta naturalidad y hasta con aplomo, que me es imposible dejar de pensar si no me habré liado con una loca. ¡Todavía recuerdo la vez en que me dijo que para dejarme ir debía embarazarla primero, para tener algo mío que recordar!

Sé que el sexo de esta noche tendrá su precio. Sé que ahora pensará que aún la quiero y renovaré sus esperanzas por unos cuatro meses, recordándome esta noche en cada discusión y presentándola como prueba irrefutable de que lo mío es simplemente orgullo y nada más. Estoy cometiendo el peor de mis errores, ¡pero también soy humano, débil, inseguro, torpe y necesito eyacular!

Finalmente, llegó la hora de empezar. Nos sentamos al borde de la cama. Sostuve el vaso en una mano y con la otra le tomé la temperatura. Mis nervios fueron evidentes cuando un poco de agua se esparció en el piso. Una pregunta galopaba en mi cabeza cada tanto: ¿y si después me arrepiento, podré vivir con eso?

-No quiero hacerlo –le dije- ¿No podrías ir a un médico?

-No seas cobarde. No voy a permitir que un médico me abra las piernas a menos que sea grave.

-Bueno, solo quiero estar seguro de que así lo deseas.

-Es lo mejor-dijo.

-¿Y si lo tenemos?-repliqué.

-¿Para qué? Tú no lo quieres. No quiero que mi hijo sufra con el rechazo de su padre. Sé lo que es.

-Lo quiero tener.

-No es cierto.

-Sí.

-No. Además, es demasiado para mí.

En esta parte me tocaría tratar de convencerla, pero me quedé callado dejando que en sus ojos torneados se apague toda chispa de esperanza. Yo dudaba, pero no por amor, culpa o súbito sentimiento paternal. Simplemente por miedo a que las cosas se compliquen, a ser responsable por su vida, a adicionar una culpa más a mi magra conciencia. Se puso a llorar y por primera vez dejé que lo hiciera sin reconvenirla. Incluso la abracé, lo cual es decir demasiado. Hemos pasado tantas cosas y acumulado tantos recuerdos, que si dejara por un instante que la nostalgia se ocupe de mí, me quebraría con ella.